Cuando hablamos de comida nos encontramos con distintas tipologías de clientes. Al igual que en el vestir nos encontramos ante una necesidad, pero no todos lo afrontamos de la misma manera.
El que solo come por necesidad seguramente no esté leyendo este artículo ni nada relacionado con la gastronomía, le vale lo mismo ocho que ochenta y personalmente me parecen gente triste que seguramente afronten la vida de igual manera en cualquier otro aspecto.
El que disfruta comiendo pero que por limitaciones en sus habilidades no está diseñado para meterse en una cocina, sin embargo suele ser gente muy agradecida en el comer y pueden llegar a convertirse en foodies.
El voluntarioso que nunca se desanima e intenta cualquier receta, suelen ser tan positivos y enérgicos que llegan a asustar. Con el paso del tiempo, su cabezonería y tesón los convierte en buenos cocineros, al menos tienen unas cuantas recetas que las bordan.
El cocinillas, todos conocemos alguno. Tienen un don especial y casi todo lo que intentan o se proponen les sale bien. Son arriesgados y lo mismo que prueban de todo se atreven a innovar con creaciones imposibles, están imbuidos por grandes dosis de pasión.
Finalmente estamos los frikis que disfrutamos comiendo, cocinando e incluso escribiendo de cocina. Sé que podemos llegar a ser cansinos, nuestra afición toca los extremos y muchas veces nos convertimos en el epicentro de un terremoto de magnitud 10.
Curiosa disertación me ha salido para hablaros de una mousse de membrillo, pues en un principio sólo quería transmitiros las sensaciones de los sabores que evocan recuerdos.
Hace muchos años en una finca que tenían mis padres había un membrillero, un fruto muy peculiar del que recuerdo ese pelo que envolvía unas grandes piezas amarillas y duras. Incomestible en crudo parece mentira que tras un laborioso proceso de pelado y cocción consigamos una mermelada, un dulce que quita el hipo.
El recuerdo imborrable de aquella confitura que preparaba mi madre, flaco favor le hizo a cualquiera de las versiones que podamos comprar en cualquier supermercado, nunca ha sido lo mismo y cualquier parecido con la realidad es pura ficción.
Resulta que una amiga suya con huerto y frutales le regaló un buen cargamento y tras la laboriosa manufactura he sido beneficiario último de un manjar que me ha transportado al instante a los inicios de los años 80, un viaje sensorial con el que muchos os podéis sentir identificados respecto de otros productos.
A cucharada limpia, con queso, con pan y mantequilla, acompañando una carne de caza…..o haciendo una mousse casera, este patito feo se convierte en cisne por derecho propio.
Hacer una mousse no tiene demasiada complicación aunque puede llegar a convertirse en un infierno desesperante si a las claras de huevo les da por no subir. Con unas pequeñas pautas que explicaré y con mimo a la hora de mezclar cada ingrediente conseguiréis hacer una mousse esponjosa de cualquier cosa que os propongáis.
Ingredientes:
Dulce de membrillo, 2 huevos, 250ml de nata líquida para montar, 50grs de azúcar y una pizca de sal.
Comenzamos por separar las claras de las yemas, las guardamos en la nevera para que estén bien frías y si fuera necesario las metemos un rato en el congelador.
Mezclamos las yemas con el azúcar batiendo con una varilla, incorporamos el membrillo e integramos hasta que quede una pasta homogénea. Con la ayuda de un procesador batimos la nata si añadir azúcar. Volcamos sobre la pasta y con una espátula mezclamos haciendo movimientos envolventes lentos para no desmontar la nata y meterle aire.
Con las claras muy frías ponemos una pizca de sal (hay gente que le pone también unas gotas de limón), con la varilla poco a poco las vamos montando, al principio con movimientos más lentos para finalizar con otros más enérgicos hasta que podamos volcar el recipiente sin que se caiga.
Ahora cerrar los ojos, nos convertimos en Demi Moore y Patrick Swayze dando forma al barro en la película Ghost, con la espátula casi acariciando envolvemos esas claras a punto de nieve con la mezcla que teníamos, aire, aire, y aire es lo que debemos meter para no perder la consistencia. Sin duda esta es la clave de una buena mousse, las prisas y la impaciencia podrían arruinar vuestro postre.
Servimos en unas copas, unos cuencos, o incluso en unos tarros de cristal para darle un aspecto más comercial. Podéis decorar o no, en este caso yo me decidí por unas semillas de amapola y unas láminas de almendra. Unas hojas de menta y una flor de adelfa remataron los contrastes de color.
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