Trasladarse a tierras gaditanas en busca de la lú que tanto echamos en falta por el norte, dibuja un camino por la Ruta de La Plata, en el que este año Jerez ha sido peaje obligatorio de camino a Zahara de los Atunes. Allí planeé celebrar mi cumpleaños para conocer el proyecto más personal del chef Juan Luis Fernández, que en menos de un año de su apertura, a ritmo de galope, ha conseguido llevar una estrella Michelín a su ciudad, que ahora convive en armonía con la gran estatua del Bibendum sita en una de las rotondas de entrada desde Sevilla.
Jerez es ciudad de vinos, caballos y motor pero el regreso del hijo pródigo la ha puesto en el mapa de la alta gastronomía. Quien le iba a decir a Juanlu que aquel mal estudiante que a sus trece años se salió con sus trece y emprendió sus inicios en una panadería, acabaría triunfando en su ciudad natal. Posiblemente el menos sorprendido sea él, porque todos sus pasos profesionales tienen un denominador común, la autoconfianza.
Juanlu es un rebelde con causa. Perfeccionista, exigente, humilde y tímido, ha ido forjando una carrera donde cada cosa, a su tiempo, lo ha tenido muy claro. Ha sudado tinta hasta conseguirlo y a tinta lo tiene grabado en la piel de su brazo, desde ese conejo blanco que Lewis Carrol llenó de simbolismo y que le recuerda seguir el instinto, a esa silueta del país galo con su bandera, donde las tres estrellas michelín más que un sueño son un destino y según reza inscrito en francés, vale la pena el viaje.
A su restaurante lo ha llamado Lú Cocina y Alma porque es ahí donde entrega todo su ser, donde ha arriesgado, puesto todo su empeño y aunque el bagaje no se lo quita nadie, partiendo de cero. Ese precoz aprendiz de panadero evolucionó a pastelero hasta que sin cumplir los dieciocho, por inquietud, con las ideas claras y seguro de si mismo por mediación de un amigo emprende viaje al País Vasco para ponerse a las ordenes de Martín Berasategui y aprender un nuevo oficio que le engancha.
Aplicado y entregado se gana la confianza de Martín al punto de tenerlo de segundo de cocina a sus 21 años en el restaurante M.B Abama (ver artículo). Más tarde siguiendo los designios de Berasategui, pasaría dos años con Paolo Casagrande en el restaurante Lasarte antes de regresar a su tierra y conocer a un joven Ángel León antes de que revolucionara la cocina mundial. Diez años juntos, en sociedad y armonía, sin lucha de egos, diseñando y creando platos antológicos, han visto como aquel Aponiente (ver artículo) de la calle Puerto Escondido del Puerto de Santa María se convertía en un referente mundial de tres estrellas Michelín en el nuevo Molino de las Mareas «El Caño» (ver artículo).
Para el común de los mortales pasar de una posición cómoda ganada a pulso y dar carpetazo a tu vida resultaría incomprensible, pero para alguien tan pasional, problemas en su relación de pareja le llevan a un punto de ruptura con todo lo existente. Tras unos meses de reflexión ese ímpetu, como si fuera la batería de un coche, pasa de la carga negativa a la positiva y comienza este nuevo proyecto donde pone toda la carne en el asador para abrir su propio restaurante, una ambición que reconoce nunca había pensado.
Si las cosas se hacen, hay que hacerlas bien y algo que en su día tampoco le obsesionó como son las estrellas Michelín, ahora se convierte en el único foco donde reflejar su luz. Para ello aplica todo su conocimiento y formación en buscar un sello propio, una cocina que lo identifique y ese es el encuentro que hace de la cocina francesa tamizándola con la andaluza. Lo llama vanguardia de retaguardia porque no inventas nada pero rescatas técnicas, sabores que parecían olvidados y los traes a la actualidad, siempre soportado por la máxima calidad de un producto.
Para su apertura le preocupaba la ambientación y pensando en Alicia en el País de las Maravillas, junto al interiorista Gaspar Sobrino creó un mundo donde los sueños se convierten en realidad. Una cocina de última generación en el centro de la sala principal, vajillas de Limoges, Dibern o Vista Alegre para Christian Lacroix, butacones bordados con el logo, hasta la mejor mantequilla del mundo que le supone un gasto de 600€ mensuales, una carrera contra el reloj del Señor Conejo a la que no llegó tarde, en menos de un año de su apertura conseguía el prestigioso galardón de la estrella Michelín, a los 34 años.
El cronómetro ya está en marcha desde el 21 de noviembre de 2018, día de la gala Michelín en Lisboa. Algo más descargado de tensión, pero con el objetivo de las dos estrellas y siendo consciente que para el siguiente salto toma más relevancia la decoración y servicio, emprende una nueva reforma de la mano del arquitecto mexicano Jean Porche.
Desde la portería y ventanas que cambian a una forja con el logotipo, las vetustas piedras y ladrillo interiores pintados en blanco, las geometrías en blanco y negro que se extienden hasta la bodega, dan acceso a una sala principal mucho más descargada de comensales, menos casual y luminosa donde la cocina central sigue siendo el epicentro. En las paredes el juego de geometrías en tonos pastel que nos recuerda al estilo Memphis resulta muy agradable y el techo diseñado con un entramado de más de 1000 tubos de cartón en que el autor quiso recordar a las cuerdas y redes que se usaban en el campo jerezano, además de original absorbe muy bien la acústica.
Y tras todo esto, un viaje largo, unas retenciones horrorosas en Sevilla que retrasaron la hora de llegada y un calor de justicia ¿qué se encuentra el comensal?. Para empezar y dada la importancia y repercusión que tendrá en su carrera, un servicio exquisito, nada invasivo, silencioso, solícito, conocedor del oficio y explicativo durante todo el pase, con detalles como servirnos agua fría a la vuelta de una salida a fumar por el calor que hacía.
Dentro de los tres menús que ofrecen, elegimos el intermedio por aquello de no quedarse corto ni pasarse, al final uno tenía ganas de llegar a destino y darse su primer chapuzón. Vive La France, así se denomina la composición de tres grupos de snacks, diez platos y tres postres que acompañamos con cerveza, que aunque el trayecto restante no era muy largo, había que mantener la guardia y todos los sentidos.
La Pepa en honor a la Constitución de Cádiz es una cerveza artesanal jerezana con cinco variantes, de las que probamos la Lager y la Ambar, pendientes quedan la IPA, Pale Ale y la de trigo. En lo que a la mantequilla antes citada se refiere, eligen La Beurre Bordier considerada la mejor mantequilla del mundo, que servida en su punto pomada con una perfecta quenelle y acompañada de un pan blanco de masa madre, es toda una exquisitez.
Comenzamos con el apartado de Coquillage, un surtido de moluscos con cáscara que comprenden una navaja en salsa Grenobloise fría, el berberecho con salsa Mignonette y el bolo, típico de Málaga que va con una espuma de jalapeño.
El siguiente pase de los aperitivos se denomina Charcuterie y abarca embutido de Limoges, una ternera también conocida como limousin, que se sirve sobre un pico suflado y con mostaza de tres hierbas para comer de un solo bocado. Un brioche de melanger de berza jerezana y un paté en croùte de la casa (maison).
Finalizamos los aperitivos con el Crudité de colinabo, pepino y manzana para limpiar el paladar y refrescarnos.
Arrancamos propiamente el menú con un mollete al vapor de lomo de atún rojo de almadraba.
El siguiente plato es una versión de los espárragos con mayonesa para la que utilizan espárrago blanco natural de temporada que conservan encurtiendo en una mignonette y para la mayonesa parten de unas ostras y en vez de utilizar yema de huevo para la emulsión utilizan el colágeno de la ostra, rematan la decoración con una quinoa frita.
En su guiño al pastel de cabracho lo hacen en forma de royale y lo napan con una salsa choron (bearnesa con salsa de tomate), mostaza de cassis (grosella negra) y caviar.
Para su pescado de palangre (aparejo usado en la pesca artesanal), nos sirven un borriquete de Conil curado en sal y oreado en cámara durante 24 horas que se acompaña de un gazpachuelo malagueño frío hecho con rape y mejillones que ligan con una mayonesa ahumada con piñas de pinar.
El siguiente plato tiene una estética maravillosa, casi una obra de orfebrería donde nos sirven unas láminas de presa ibérica, suero de cebolletas, crema de queso payoyo y trufa de verano.
Saltamos a un pescado como la albacora, un túnido que sirven en dos cortes, lomo alto o negro directamente al carbón y ahumado en sarmiento de viña y por otro el lomo bajo o blanco atemperado en mantequilla, se acompaña de una bearnesa aligerada con puchero rancio.
Petit sole meunière es ese clásico lenguado de la cocina francesa que llevan a su terrero usando acedía y que acompaña de una salsa meuniére clásica pero evolucionada, en vez de verse desligada usan el colágeno de la cabeza de los cabrachos para emulsionar como si fuese un pil pil pero con los ingredientes tradicionales como la mantequilla, zumo de limón, un poco de jugo de alcaparra hasta obtener una salsa más sedosa en boca.
Continuamos con el potage de panceta de choco ibérico. Se trata de una yema de huevo de campo curada que acompañan con un tartar de choco también curado, esta vez en una salmuera fría donde para romper fibras se restriega con el agua, sal y hielo. Se completa vertiendo el potage a medio camino entre sopa y crema de una panceta adobada ibérica. Se arrastra con la cuchara un poco de todo, la idea es que no nos recuerdo al choco si no a una panceta o tocino de jamón.
La boeuf bourgignon es brutal, sustituyen la ternera por unas láminas de wagyu que intercalan con otras de champiñón, simplemente atemperado a estos milhojas acompaña la clásica salsa pero llevada al terreno andaluz, le incorporan rabo de toro.
Finalizamos con el conejo a la royale en salsa grand veneur (densa y cremosa se caracteriza por su reducción de vino tinto), se acompaña de una remolacha encominada y el puré de patata homenaje al difunto Joel Robuchon.
Pasamos a los postres y empezamos por la tarte au citron, su versión de la tarta de limón, con un velo de merengue flambeado, crujientes de merengue, helado de limón, crumble de galleta, crema de limón y cortezas confitadas.
Aunque en Francia se consume mucha cereza, nos la traemos a la tierra con este postre llamado cerezas del Valle del Jerte. Sorbete de cereza, cereza rellena, coulis de cereza, cardamomo y pimienta de shichuan con una tarta capuchina empapada en kirch.
Terminamos con texturas de avellana, helado de leche fresca y chocolate.
El deleite llega a su fin pero no sin antes tomarnos un café acompañado de los petit fours, compuestos por un sablé de almendra y caramelo salado, bombón de frambuesa, macarron de vainilla y gominola de fruta de la pasión.
Visitar la casa de JuanLu es transportarse a Francia pero con el lujo de seguir en España en una región como la gaditana, que tanto me ha dado en estos últimos cinco años de vacaciones. Sin duda se trata de una visión y apuesta muy personal en la que no nos identificamos con su década anterior de Aponiente, ha buscado y encontrado su camino recordándonos esa gran cocina francesa que hace treinta o cuarenta años era el referente mundial. En esta España actual heredera de la revolución gastronómica de vanguardia, podría decirse que esta introspección afrancesada resulta trasgresora y yo diría que hasta necesaria por encontrar enfoques diferentes.
Ganas y sacrificio no le faltan a Juan Luis Fernández para seguir creciendo. El inconformismo y exigencia con los suyos habla en primera persona pero ahora, al haber conseguido su merecida estrella, la templanza y estabilidad ayudarán a conseguir cotas más elevadas.
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